Desde AMBAR, en el Día Mundial del Suelo y la Tierra Fértil, se dio un espacio de discusión en el marco del regreso de la aspersión con glifosato como medio de erradicación para cultivos de uso ilícito en Colombia; mecanismo que, presenta cuestionamientos científicos en materia de seguridad sanitaria, social y ambiental, y que además, no ha sido efectivo frente a su objetivo principal: la reducción de cultivos de uso ilícito en las zonas rurales colombianas.
Elaborado por: Daniela Forero Niño, líder socioambiental de Agenda AMBAR
Oscar Rojas, líder socioambiental de Agenda AMBAR
Edición: Laura Salazar, Comunicadora Social ONG RUMM
A través del decreto 380 del 12 de abril del 2021, por medio del cual se da a conocer el “marco normativo especial, independiente y autónomo sobre el control del riesgo para la salud y el medio ambiente, y la destrucción de cultivos ilícitos mediante el método de aspersión con glifosato”, el Gobierno Nacional presenta las disposiciones que dan aval a la operación de fumigación con glifosato en el país, medida que fue tomada como alternativa para incidir sobre los cultivos de uso ilícito mediante cualquier mecanismo disponible.
En este contexto, queda reconocer el yugo de esta reciente controversia y cómo se guía el camino trajinado que desempeña dentro del país.
En una breve descripción de esta sustancia, nuestro invitado Edwin Gómez, Biólogo especialista en Ecotoxicidad e investigador de la Universidad Militar Nueva Granada, nos narra cómo el glifosato, que es una sal ácida de isopropilamina, funciona como un herbicida foliar sistémico no selectivo. Es decir, que con un contacto directo sobre las hojas de cualquier planta (de allí la no selectividad), implica para la planta asperjada una inhibición de la síntesis compuestos aromáticos, generando procesos de marchitamiento y desecamiento. Esto más allá de la tecnicidad, asume una causal de muerte para cualquier elemento vegetal que sea alcanzado por contenidos importantes de la sustancia, incluyendo arroz, arvenses, marihuana o cocaína.
Aunque pueda pensarse que esta sustancia tiene una vida media estimada de entre 30-70 días, estudios de la Universidad Nacional de Colombia mencionan que la aplicación sistémica de estos contenidos genera depósitos residuales en los suelos y aguas circundantes, por lo que puede pensarse en una residualidad aumentada por factores climáticos que pueden afectar líneas de nutrición contiguas.
En Colombia, la aplicación de glifosato tiene diversos usos: control de malezas, maduración de caña de azúcar, mantenimiento en siembras de granos y erradicación de especies de uso ilícito, donde este último solo representa entre el 11% y el 15 % de las importaciones del insumo que año a año crecen, incluso a partir de su sanción como posible cancerígeno por parte de la OMS en 2015. Esto hace prevenir al menos una problemática adicional y es el contenido del glifosato en alimentos, pues aún con sentencias nacionales que en su momento prohibieron la fumigación para la erradicación de cultivos de uso ilícito, pronunciamientos sobre demás usos no han sido manifestados. La problemática no sería nueva, aunque el umbral permitido en fuentes de agua de consumo humano sea de 0.7 mg/L, en Colombia ya se han realizado caracterizaciones que superan 1 mg/L, concentraciones causales de daño neuronal en algunas especies de peces.
Aunque localmente en Colombia no se ha implementado un seguimiento riguroso sobre las consecuencias directas o indirectas de la aplicación de estos mecanismos en las comunidades y especies silvestres, se ha percibido que, para los humanos el tener contacto con esta sustancia ocasiona úlceras en la piel, irritación en los ojos y problemas respiratorios. Además, se han reportado algunos problemas reproductivos en escalas locales, y trastornos digestivos. Tanto el consumo de agua contaminada con glifosato, como la ingesta de alimentos asperjados en grandes extensiones (cultivos de plátano, arroz o de palma africana) tienden a asociarse con mayor probabilidad de sufrir cáncer en el trato digestivo.
Si bien los comentarios anteriores exponen las consecuencias del uso de estas sustancias para aplicaciones locativas que pueden extrapolarse en el tiempo, un estudio realizado por Paula González, bióloga y ecóloga, integrante de Ciencia Tropical permitió revisar el recorrido en Colombia para la recurrencia en estos mecanismos, pues estos se remontan desde 1984, en la presidencia de Belisario Betancourt, donde se designó a una comisión de expertos internacionales la selección de un herbicida de aplicación descentralizada para la regulación de los cultivos de marihuana y amapola, tendencias en crecimiento importante para esa década. En su momento, la toxicidad fue un criterio para descartar productos como el Paraquat, el cual tiempo después pudo ser vinculado con el mal de Parkinson y ceguera. No obstante, bajo la misma valoración, el Glifosato demostró su eficacia sobre cultivos de marihuana y fue aprobado por el Gobierno para su aplicación en todo el país, aun cuando no fue abiertamente recomendado por la comisión y se prevenía sobre la imposibilidad de establecer las consecuencias de su aplicación sobre las comunidades que los afectasen. Estas dudas fueron retomadas en 1992, pero sin encontrar otro mecanismo que representara igual eficacia la evaluación se suspendió.
Para el periodo del nuevo milenio, entre 1994 y 2006, grupos sindicales, campesinado, indígenas y cultivadores de coca se movilizaron en contra de los mecanismos de aspersión aérea, sin encontrar una respuesta plena por parte del Estado, prensa o ciudadanía. Más conflictos fueron enmarcados en estas épocas dejando movimientos normativos que en su momento hacían coherencia con las realidades del país, como en el año 2000 cuando un conflicto internacional fue enmarcado por las afectaciones que causaba la aspersión en cultivos localizados en territorio ecuatoriano, advirtiendo sobre su propia soberanía productiva y sanitaria. En 2013, Colombia debió reconocer los impactos negativos infringidos sobre el medio ambiente del país vecino asociados con la aplicación aérea de Glifosato. No obstante, esto no impulsó una acción coordinada desde el Estado para la prohibición de la sustancia en el país, ni un movimiento admirablemente reportado por la prensa nacional o un activismo importante por parte de las ciudadanías.
La narrativa de la exploración de los cultivos de uso ilícito se ha sostenido fuertemente relacionada con el narcotráfico y actividades ilegales asociadas. Felipe Castiblanco, biólogo, candidato de Maestría en Geografía de la Universidad Nacional, facilitador ambiental y docente rural, expresa que la propiedad de los pueblos originarios colombianos en regiones como el Cauca, Chocó, Nariño o Caquetá, han cultivado la coca y otras especies que son fuentes opioides, no como precursora de conflictos sino como un impulsor de desarrollo endémico y símbolo de ancestralidad.
La farmacognosia ha representado para las comunidades tanto indígenas como rurales, un elemento para la generación de medicamentos, energizantes, calmantes, con productos que soportan las distancias, alturas, temporadas y décadas, debido a que estos son resistentes a la fatiga del transporte rudimentario que suponen las dificultades viales de los sectores rurales de alta montaña colombiana, por lo que el cultivo de especies como la coca, permite la transformación de insumos alimenticios con pocos recursos y una facilidad logística para el transporte de hojas, tés, dulces y bebidas hasta los frentes urbanos, donde se procede a su comercialización, abriendo así a las comunidades una oportunidad de renta.
Sin embargo, campañas de combate al narcotráfico recientes, apoyan la teoría de dogma criminal sobre los cultivos, haciendo notar una percepción ilegítima del cultivo de coca o marihuana ante la sociedad, como la muy recordada “La Mata que mata”, impidiendo que estos mercados evolucionen en beneficio del desarrollo rural, que no encuentra alternativas más sustentables que estos microemprendimientos.
Aunque esto puede reportar una condición social y poblacional no despreciable, no se deja de lado que en virtud de verse beneficiados por la “economía cocalera”, algunas familias rurales deben optar por cultivos de plantas para uso ilícitos tanto como un medio de respuesta a grupos ilegales como el aprovechamiento y realización de productos a base de estas especies involucradas. La erradicación obligatoria de sus cultivos supone una transformación también de sus actividades económicas, proyectos de vida y lugar de asentamiento, eventos que genera desplazamiento y posiblemente tala informal de árboles para restablecimiento de vivienda y nuevos cultivos, haciendo que estos mecanismos presenten altos porcentajes de reincidencia.
En la realidad colombiana, la coca es un ejemplo de motor para muchos sectores de la economía rural participante o no de la economía ilegal, el gobierno suele proceder con una actitud no conciliadora que impide la transición a economía de otro tipo de valores éticos y económicos, así como el impedimento a la trayectoria tradicional de algunos grupos indígenas poseedoras de conocimiento autóctono.
David Castillo, abogado colombiano, defensor de derechos humanos en la exigibilidad de derechos ambientales y territoriales de comunidades campesinas, indígenas, organizaciones sociales, y judicante en favor de la materialización de los Acuerdos de Paz, comenta que iniciativas como Plan Colombia se han ejecutado con un enfoque no diferencial, concepto que encuadra a los diferentes actores en una línea de terrorismo que no pondera sobre los derechos fundamentales de los cultivadores colombianos o incluso actores colaterales donde están cultivadores de productos considerados lícitos y claro, el medio ambiente.
Sin embargo, las acciones del gobierno colombiano en materia de la defensa de la salud y la protección de sus derechos fundamentales han sido entorpecidos por movimientos que insisten sobre las campañas de aspersión que responden a objetivos de régimen político, más allá de un tema de eficiencia en seguridad, reducción de la ilegalidad, verdadero impacto a las economías ilícitas o en garantía del bienestar de los coludidos por el conflicto. Paradójicamente, se ha visto cómo esta política multipropósito significa la pérdida de cultivos de pancoger (arroz, fríjol, maíz, cacao, entre otros) para zonas de transición legítima y la pérdida de proyectos productivos para los campesinos, victimas que a pesar de la vulneración de sus derechos no han sido reconocidas, reparadas o atendidas por parte del Estado.
En este marco, el ejercicio de persistencia sobre este mecanismo insiste una acción aparentemente terca, perezosa y onerosa, internacionalmente penalizada, popularmente rechazada y abiertamente estigmatizada. Las operaciones de aspersión incrementan el valor de la base de coca, dando renta a las líneas superiores de economías ilegales, pues los altos costos de los productos ilícitos no desestiman su consumo. Los resultados en materia área cultivada no son soportables, con un crecimiento de 430 % en los últimos 6 años, el fenómeno de resiembra es frecuente.
Acompañado del ejercicio de la estigmatización de estas plantas que no favorece rutas de utilización alternativas, como las propuestas por comunidades indígenas y rurales, quienes la usan como un impulso dentro de sus posibilidades en infraestructura y olvido estatal.
Como propuestas resolutorias están la generación de políticas integrales que focalicen los esfuerzos en transiciones consensuadas con las comunidades, la formalización de un mercado que se alimente de la soberanía alimentaria colombiana, estrategias de promoción mediática basada en los contenidos nutritivos de estas especies de auge, y la inclusión de estos productos en distintos nichos nacionales e internacionales. Son planteamientos que pueden traer dignidad a la vida en el campo, rentabilidad para territorios rurales y apersonamiento de las identidades nacionales que trae consigo las costumbres ancestrales de nuestras comunidades indígenas.
No obstante, estas soluciones no están muy alejadas de legislaciones ya presentadas por el Estado colombiano, desde el 4to punto del acuerdo de paz, donde se hace mención de las intervenciones sobre las comunidades buscando la transición voluntaria a cultivos lícitos mediante acuerdos, hasta la sentencia T-236 de 2017 de la Corte Constitucional que concluye que “el uso de glifosato mediante aspersión aérea produce un riesgo significativo y el Estado colombiano posee una regulación insuficiente para evaluar esa actividad”. La problemática radica en la incapacidad de hacerle seguimiento a estas medidas, la mitigación de impactos colaterales, al conflicto en política internacional que sugiere una premisa de debilidad ante las economías ilegales y a la coherencia universal para la utilización de este insumo, que debido a su residualidad, su efecto no selectivo y su nivel de afectación ambiental y humana, debe emplearse con mayor mesura, rigor discursivo y ejercicio del Estado.
Lo invitamos a ver en nuestro Facebook el conversatorio completo de “Alerta Glifosato: La vieja nueva tragedia colombiana”
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